miércoles, 25 de julio de 2012

191. Y un día, sencillamente vuelves a sonreír

El día de la muerte de Anabel, Álex fue incapaz de asimilar la noticia.

Las siguientes 48 horas fueron como un sueño borroso y confuso, en el que todo le parecía extrañamente irreal. Sólo esperaba que su novia apareciera por la puerta, sonriendo y anunciando que todo había sido una broma macabra. Se lo hubiera perdonado con gusto.

Una semana después por fin pudo llorar. Como un hemofílico de la tristeza, pensó que jamás podría dejar de hacerlo. Pero las lágrimas eventualmente cesaron.

Dos semanas más tarde la apatía tomó el control de su vida. Sin un propósito en la vida, se sentía vacío. Descubrió que ni podía ni quería reaccionar a la tragedia que le había acaecido.

Poco tiempo después, comenzó la angustia. Odiaba estar en su casa. Era incapaz de salir. La ausencia de Anabel le perseguía a donde quiera que fuera. A duras penas lograba dormir. Cuando lo hacía, soñaba con ella.

Empezó a ver a una psicóloga por recomendación de sus amigos. No tenía fe en ella. Pero esperaba que al menos le enseñara cómo vivir consigo mismo.

Descubrió que empezaba a necesitar esforzarse para estar triste y dejó de hacerlo. Más aún, dejó de intentar cualquier cosa con demasiada fuerza. Empezó a tomar las cosas tal y como venían.

Con las medidas de tiempo cada vez más borrosas, en algún momento indeterminado su vida volvió a la senda de la normalidad. El dolor dejó cicatrices feas, pero asumibles. Volvió a pensar en el futuro. Recuperó las energías.

Álex pasó por un infierno. Luchó contra él y perdió. Pero se mantuvo en pie el tiempo suficiente para dejar que el tiempo, el mejor sanador, hiciera su trabajo. Y un día, sencillamente, volvió a sonreír.

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