martes, 5 de junio de 2012

141. Oz sin baldosas amarillas

En un sentido estricto, el mago de Oz (el personaje) era un embaucador y un farsante. La pobre Dorothy y su corte de freaks llegan a él, desesperados por un cambio en sus vidas, y el mago es incapaz de ofrecerles una solución. Sólo palabrería.

Les dice que todo ha estado ahí siempre: el valor, el cerebro, el corazón... Hermosas palabras (no exentas de verdad) que quizás les suban la moral durante cinco minutos. Pero al día siguiente, cuando vuelvan a enfrentarse al mundo real, se sentirán otra vez fríos, estúpidos y cobardes.

La moraleja, por supuesto, es que tenemos que creer en nosotros mismos. Eso convierte al mago en un hombre sabio. Pero también, al menos según Álex, en un gilipollas de campeonato.

El principio general es maravilloso. Somos capaces de todo. Tenemos una fuerza interior que jamás habríamos llegado a imaginar. Pero la realidad, siendo justos, es que casi nunca somos capaces de alcanzar ese potencial. La gente es infeliz, miserable, desdichada.

Somos invencibles, tenemos un mundo entero de posibilidades a nuestro alcance. En momentos de claridad somos conscientes de ellos. Pero hay demasiado ruido alrededor que nos despista y nos hace perder la concentración. Son los miedos e inseguridades que se apoderan de nuestros actos.

Si estuviera ante el mago de Oz, Álex le pediría que reviviera a Anabel, y éste le diría que su chica sigue viva en su corazón. Entonces, en segundo lugar, le rogaría que Kim se enamorara de él. Y el mago, de nuevo, diría que eso es algo que está en su mano, que en la vida todo es posible.

Y Álex le escupiría a la cara y se daría media vuelta, indignado. Aunque el mago tenga razón. Porque a veces resulta difícil y doloroso confiar en nosotros mismos. Preferimos que un extraño mueva su varita mágica y haga el trabajo sucio.


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