miércoles, 29 de febrero de 2012

44. Ovejas y lobos

Eli siente que está en guerra con el mundo.

Nunca ha tenido suerte, comenzando por el hecho de haber nacido en el seno de una familia en la que el sonido de la risa se extinguió desde antes de su llegada, ahogado en alcohol, gritos y situaciones que ningún niño debiera siquiera imaginar en sus más oscuras pesadillas.

Nadie le regaló nada, salvo cardenales y lecciones de adultos grabadas a fuego en la carne de una niña. Y Eli, al no haber aprendido nunca el valor de la bondad, jamás supo reconocerla cuando, años más tarde, en su adolescencia, se cruzó con ella.

Como un juguete roto, incapaz de comprender su cometido por la falta de un libro de instrucciones que le sirva como guía, Eli entiende el mundo en términos de supervivencia. Siente que si no es suficientemente lista, si no cuida bien de sí misma, alguien vendrá a hacerle daño. Por eso siempre está preparada, con la guardia alta. No es que no se fíe de la gente. Es que ni siquiera conoce ese concepto.

Por supuesto, Eli no es consciente de lo marcadas que son sus cicatrices. Cree que todo eso lo dejó atrás, y que ahora es una joven corriente. Una chica agradable y dulce que se esfuerza por abrirse paso en el mundo del cine.

Pero sin haber aprendido lo que es la ternura, por mucho que se esfuerce, le resulta imposible poder transmitirla. Sus emociones son dañinas, aunque sus intenciones sean buenas.

Eli sonríe a todo el mundo. Y guarda celosamente su pasado. Porque la información es poder, y ella no puede perder el que tiene. Y sólo desea sentirse aceptada y querida, sin terminar de entender que es un lobo pidiendo cobijo en un rebaño de ovejas ignorantes del peligro.

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