domingo, 8 de abril de 2012

83. Culpables

Cuando sucede una tragedia, nuestro primer instinto siempre es buscar al responsable. Necesitamos algo o alguien sobre quien descargar la rabia acumulada. Poner cara a nuestro dolor.

La muerte de Anabel no le trajo nada de esto a Álex. Sólo tristeza, confusión y un profundo vacío del que aún no ha logrado salir. A decir verdad ni siquiera se esfuerza por intentarlo.

Anabel murió en un accidente de coche. Pero no se la llevó por delante ningún conductor borracho, o un chaval sin carnet a 200 por hora. Tampoco fue por culpa suya. Lo que, aunque resulte horrible decirlo, le hubiera proporcionado algo más de consuelo a Álex.

Había llovido. La carretera estaba mojada. El coche patinó en la autopista, colisionó y Anabel falleció en el acto. Así de simple y carente de significado. Como casi todas las muertes.

Podría echarle la culpa al tiempo, por supuesto. O a la carretera. O a un ser supremo en el que no cree. Pero Álex sabe que eso sería ridículo. Y, desde luego, no le ayuda a lidiar con su dolor.

No habían discutido la noche anterior. Ni dejaron nada pendiente, ni habían tomado ninguna decisión que fuera a cambiar sus vidas. Simplemente era un día como cualquier otro. Hasta que dejó de serlo.

Eso fue lo peor de todo. La sensación de terrible cotidianidad del suceso. Que no hubo palabras hirientes de las que arrepentirse ni actos equivocados sobre los que torturarse. Simplemente era una hermosa novela que se quedó en relato corto tras un fatídico punto y final.

Y al no poder encontrar a un culpable al que gritar, con el que desahogarse, Álex poco a poco empezó a consumirse por dentro. Incapaz de comprender por qué la vida carece tantas veces de significado evidente, por mucho que anhelemos encontrar el Santo Grial de las respuestas al dolor.


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