Esta historia tiene lugar entre los capítulos 100 y 126
Sábado, seis de la tarde. Lorena empieza a maquillarse. A las ocho sus amigos la recogerán, como siempre, en la puerta de su casa. Irán a tomar algo. Cenarán. Luego cogerán las bebidas que ya han comprado con anterioridad y harán un botellón. Clara se emborrachará. Entrarán a la discoteca. Se enrollará con Chema. A eso de las dos de la mañana se irá con él a su casa.
Nada de esto ha pasado aún, pero Lorena puede adelantarse a la secuencia de acontecimientos. No tiene demasiado mérito, es la repetición exacta de lo que sucede en su vida cada sábado. Una y otra y otra vez. Vidas rutinarias envueltas en un bucle infinito.
Hasta ahora nunca le había importado. A decir verdad, ni siquiera había pensado demasiado en ello. No tenía por qué, todo estaba en orden y las cosas iban bien. Es la cruda verdad de nuestras vidas. Nos decimos que somos grandes aventureros, pero en el fondo a todos nos gusta la rutina. Poder permanecer en nuestra zona de confort, sin sobresaltos, sin cambios bruscos ni sorpresas.
Pero nuestros gustos cambian. De repente un día nos aburrimos de lo que tenemos y nos damos cuenta de que nos estamos encerrando en una jaula pequeña en un mundo inmenso. Lorena no se puede quejar de lo que tiene. Le gustan sus amigos, le atrae Chema. Pero está harta de saber cómo va a ser su vida antes de vivirla.
No deja de darle vueltas durante la noche, en la que todo se va desarrollando según lo previsto. Así que mientras Clara vomita, como era previsible, se acerca a Chema decidida a mantener con él una conversación seria. Una que no estaba en el guión.
No sabe cómo va a reaccionar el chico. Eso le asusta y le agrada a partes iguales. Tener todas las respuestas es, se mire como se mire, una maldición de la que Lorena está gustosa de librarse.
Sábado, seis de la tarde. Lorena empieza a maquillarse. A las ocho sus amigos la recogerán, como siempre, en la puerta de su casa. Irán a tomar algo. Cenarán. Luego cogerán las bebidas que ya han comprado con anterioridad y harán un botellón. Clara se emborrachará. Entrarán a la discoteca. Se enrollará con Chema. A eso de las dos de la mañana se irá con él a su casa.
Nada de esto ha pasado aún, pero Lorena puede adelantarse a la secuencia de acontecimientos. No tiene demasiado mérito, es la repetición exacta de lo que sucede en su vida cada sábado. Una y otra y otra vez. Vidas rutinarias envueltas en un bucle infinito.
Hasta ahora nunca le había importado. A decir verdad, ni siquiera había pensado demasiado en ello. No tenía por qué, todo estaba en orden y las cosas iban bien. Es la cruda verdad de nuestras vidas. Nos decimos que somos grandes aventureros, pero en el fondo a todos nos gusta la rutina. Poder permanecer en nuestra zona de confort, sin sobresaltos, sin cambios bruscos ni sorpresas.
Pero nuestros gustos cambian. De repente un día nos aburrimos de lo que tenemos y nos damos cuenta de que nos estamos encerrando en una jaula pequeña en un mundo inmenso. Lorena no se puede quejar de lo que tiene. Le gustan sus amigos, le atrae Chema. Pero está harta de saber cómo va a ser su vida antes de vivirla.
No deja de darle vueltas durante la noche, en la que todo se va desarrollando según lo previsto. Así que mientras Clara vomita, como era previsible, se acerca a Chema decidida a mantener con él una conversación seria. Una que no estaba en el guión.
No sabe cómo va a reaccionar el chico. Eso le asusta y le agrada a partes iguales. Tener todas las respuestas es, se mire como se mire, una maldición de la que Lorena está gustosa de librarse.
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