Se ha repetido a sí mismo que era una locura miles de veces. Ha bromeado al respecto, ha admitido la estupidez de su pensamiento. Ha tratado de fingir que es una persona cabal y que no cree en los cuentos de hadas. Pero era mentira. En el fondo Álex creía en su plan, como los niños creen en los Reyes Magos. Porque el poder de la ilusión supera siempre a cualquier lógica.
Era un mecanismo de defensa. Decía que no iba a funcionar para intentar prepararse en caso de que todo fuera mal. Pero ahora que empieza a verse atrapado en el peor escenario posible, Álex se da cuenta de que hay cosas para los que uno jamás consigue estar listo del todo.
Por fin está de vuelta en casa. Se da una ducha y va al hospital. Habla con Kim y le dice que ha visto toda la exposición. Le cuenta detalles de cada cuadro. De cada país en el que ha estado. De toda la gente a la que ha conocido. Como si fuera el príncipe azul besando a la dormida Blancanieves que sólo está descansando a la espera de recibir su mágico beso de amor verdadero.
Pero terminada la explicación, Blancanieves no despierta. Kim continúa en coma y la desesperación comienza a llamar a las puertas del alma de Álex.
Vuelve a su piso. Se acuesta un rato, con el teléfono en la mano, esperando recibir una llamada que le haga resoplar de alivio y le demuestre que sólo ha sido un gran susto. El momento de tensión que siempre se vive antes de que las cosas terminen arreglándose.
Pero el teléfono permanece mudo y el peso de la realidad se abate sobre él. Entiende lo fútil de todos sus esfuerzos. Siempre lo ha sabido, pero ahora lo entiende. Comienza a llorar. El llanto más desgarrador que jamás se haya escuchado. Tarda muchas horas en conseguir que su cuerpo se quede sin lágrimas que segregar.
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