Anabel y Marcos siempre quedan en la ciudad en la que vive éste último. Una vez le preguntó a qué se debía y ella le respondió que no lo hacía adrede, es más, ni siquiera se había dado cuenta. Pero que, de todos modos, era mejor así. Para que Álex no pudiera descubrir su sorpresa.
Esa es la versión oficial, pero Marcos sabe que es mentira. Lo que realmente ocurre es que Anabel no quiere que sus dos mundos se entremezclen. Sus esfuerzos por aparentar que no sucede nada raro entre ellos, que su amistad es perfectamente normal, esconden un íntimo pensamiento de que está haciendo algo malo, algo que no debería. La culpabilidad antes del pecado.
Hasta hoy ha respetado sus deseos. Pero esta mañana, aprovechando que está cerca de la casa de Anabel, decide llamarla por teléfono y preguntarle si quiere ir con él al cine. Sabe que Álex no estará en casa. Tenía una reunión, ella mismo lo dejó caer la última vez que se vieron. De nuevo, miguitas de pan para quien quiera seguir el camino.
Quedan, por supuesto. Negarse a verle implicaría que realmente hay algo incorrecto en su amistad, y ella no está dispuesta a admitirlo. Pero puede notar su incomodidad, el modo en que no deja de mirar a un lado y al otro, como si estuviera cometiendo un crimen a plena luz del día.
La mala suerte se ceba con Anabel, ya que a la salida del cine se cruzan con María, su mejor amiga. La situación es incómoda. El nerviosismo del que hace gala empeora aún más las cosas, como si fuera la constatación definitiva de que algo está pasando ahí.
Antes de despedirse, Marcos se disculpa por si la ha metido en un lío. Le dice que lo siente mucho. Pero es mentira, está encantado. Le ha gustado ver la reacción de Anabel. Significa que hay algo entre ellos, lo quiera admitir o no. Un hilo de esperanza del que seguir tirando.
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