En la pantalla, el hermoso rostro de Anabel se ilumina mientras lanza un mensaje a cámara. Se equivoca, lo que la lleva a soltar un sonoro taco de enfado consigo misma. Una voz fuera de cámara la anima a volver a intentarlo. La chica resopla, se recompone y vuelve a la carga.
Es medianoche y, en el salón de su casa, Marcos no deja de ver las imágenes una y otra vez en la pantalla de su ordenador.
Cuanto más conoce a Anabel, más profundos se hacen sus sentimientos hacia ella. Habitualmente sucede al contrario. Nos gusta la novedad, el misterio, la promesa que encierra un rostro bonito. Pero el tiempo nos desilusiona y la realidad se revela mucho menos fascinante de lo que eran las cosas en nuestra imaginación.
Sin embargo, en este caso no es así. Desde el primer momento siempre tuvo claro que Anabel era físicamente hermosa. Pero ahora que se han hecho amigos, ha descubierto que también le gusta lo que encierra en su corazón. Su forma de pensar, de reír, de caminar...
Sabe que la chica también se siente cómoda con él, eso es innegable. Pero ¿hasta qué punto comparte sus sentimientos? ¿Qué pensaría de él si supiera que se pasa muchas noches en vela mirando sus imágenes, estudiando cada centímetro de su rostro, soñando en voz alta con un futuro en el que los dos pudieran estar juntos?
En la invisible barrera que separa la fascinación de la obsesión, Marcos se pregunta si, viéndole, Anabel sería capaz de conmoverse por su devoción o huiría asustada ante su comportamiento.
En la invisible barrera que separa la fascinación de la obsesión, Marcos se pregunta si, viéndole, Anabel sería capaz de conmoverse por su devoción o huiría asustada ante su comportamiento.
La grabación acaba. Incapaz de luchar contra sus deseos, vuelve a darle al play mientras toca la pantalla con la yema de los dedos, un acto triste sustituto de sus fantasías más íntimas.
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