Hasta los sueños más poderosos acaban convertidos en cera derretida que recuerda lo importante que fueron un día, antes de que el mundo les pasara por encima.
Desear algo con todas nuestras fuerzas es una carga demasiado grande como para que podamos asumirla cada hora del día. Por eso nos gustan los impulsos, los gestos espontáneos. La locura. Porque cuando no puedes pararte a pensar no puedes poner un cepo a tus fantasías.
Hubo un tiempo en el que Toni soñó con tener su final feliz con Elsa. Peleó por él y perdió. Es lo que peor llevamos siempre, el sentimiento de fracaso. Quizás no sea así, quizás la lucha sea parte de la recompensa. Pero en las noches de lluvia y soledad repite eso, a ver si eres capaz de creerte.
Después llegó Lorena y pensó que era ella, ahora sí. Su verdadera historia. Pero de algún modo, inesperadamente, eso también acabó. Y ahora que debería hacer un esfuerzo final por recuperarla y dar lo mejor de sí, se siente cansado y con ganas de que acabe todo.
Lo mismo le sucede a Álex. Demasiadas horas en demasiados aeropuertos. Por mucho que lo intente, es imposible escapar a la voz de la cordura que le dice que su viaje es estúpido y que Kim seguirá en coma al final. Intenta mentirse a sí mismo, pero cada vez lo hace con menos convicción.
Por eso nos gustan los cuentos de hadas. Porque queremos resoluciones mágicas. Polvo de estrellas que nos devuelva la determinación y nos haga creer de nuevo en nuestros deseos más locos. Si algo acaba bien, le perdonamos las inconsistencias. Porque la alegría nunca es racional.
Lo intentamos todo con tal de no admitir que el peso de la vida a veces nos sobrepasa. La razón es el enemigo de los sueños, el gran exterminador de los finales felices. Y a veces nuestro corazón dice sí, pero nuestras piernas dicen no. Entramos en el ocaso. Y todo deja de ser divertido.
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